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Las Letras Están de Duelo, Diario de Centro América, sábado 20 de febrero de 1904.

Fuente de la imagen: https://musac.usac.edu.gt/…/lic-francisco-gonzalez-campo/
Una penosa y larga enfermedad, enfermedad de poeta, arrebató, como lo anunciamos a última hora en nuestro número de ayer, a una de las figuras más simpáticas y venerables de los últimos tiempos, de que se envanecía Guatemala.
El señor don Francisco González Campo, que es la personalidad a la que nos referimos, ha muerto de una dolencia del corazón, que durante más de un año le hizo penosa la existencia, causando también vivo dolor a los que nos honrábamos con su amistad, y presentamos el desenlace fatal que ayer tuvo efecto, a las diez y veinticinco minutos de la mañana.
Pocas horas después, nosotros nos constituimos en casa del finado, para ver por última vez al venerable anciano que nos distinguió con su cariño y amistad. Y allí lo encontramos; y allí está aún tendido, plácido, con la sonrisa velada y dulce del hombre que ha pasado por la tierra derramando el bien y la poesía, que muere cargado de años y de merecimientos y digno de las lágrimas de sus compatriotas, porque, si el señor González Campo fue un gran poeta, digno de la corona de Apolo, fue también un distinguido ciudadano, modelo entre los primeros por su acrisolada honradez y la nobleza de sus sentimientos.
Había nacido el 26 de abril de 1832, época gloriosa en nuestra historia patria, pues durante ella el Dr. Gálvez, Presidente del Estado de Guatemala improvisó sus más bellas creaciones administrativas, entre otras, la Academia de Estudios, foco de luz inestimable, que brilló desgraciadamente por pocos años; cuyo calor dio vida al espíritu de una generación ilustre, en que figuraron los hermanos Diéguez, don Ignacio Gómez, don Manuel Ubico, don Manuel Echeverría, don Manuel J. Dardón y otros más, y que, nos parece, visto a la distancia de tres cuartos de siglo, como una aurora fugaz y brillante en medio de la obscura noche que la precedió y que la siguió después, al caer el docto cuerpo bajo los duros golpes de la reacción.

Fuente: Libro de bautismos #1 de la Parroquia de Santo Domingo de Guzmán, folio 38 vuelto, registro #5. Archivo Histórico Arquidiocesano de Guatemala
El señor González Campo no tuvo la fortuna de asistir a las escuelas del Dr. Gálvez, pues aún era un niño cuando bajó del poder aquel ilustre Jefe.
La horda de la montaña que se adueñó del poder echó por tierra todo cuanto de grande y noble había creado el partido liberal.
Reinó la noche en Guatemala, noche luctuosa y de pavor profundo; y el joven González Campo ni tuvo escuelas en donde nutrir su espíritu, ni mano amiga que lo guiara en la tiniebla. Era pobre, además, y se vio obligado a buscar refugio en el Hospital, en donde por varios años ejerció el oficio de practicante de farmacia, adquiriendo así variados conocimientos de Historia Natural y alguna práctica en el ejercicio de la Medicina.
El mismo se complacía en recordar tristemente aquellos años de juveniles escaseces, sobre los cuales departimos en varias horas de intimidad oyendo de sus labios anécdotas que conservamos en la memoria, como datos interesantes de su vida privada.
González Campo debe haber sido en su juventud un hombre hermoso y simpático; lo era aún en sus últimos años, cuando agobiado por ellos ya encuadraba bien sobre su frente la aureola que nosotros nos fijamos ver en el rostro de los inspirados.
La figura del poeta era clásica y muy popular en Guatemala, por cuyas calles se le veía pasar siempre con legajos de papeles bajo el brazo, camino de su oficina.
Joven y ardiente el poeta en cierne buscó un laúd, el laúd que había callado al morir Batres Montúfar, o que gemía con vibraciones de un dolor profundo desde que los Diéguez vivían en el destierro. Guatemala estaba huérfana de sus poetas; nadie la cantaba, porque ¡ay! nadie la podía cantar.
Entonces surgió el nuevo bardo.
¿Fue González, músico antes que poeta, o vice-versa!
No lo podríamos decir. Lo cierto es que, el joven, en la plenitud de su vida y gallardía, aprendió a tañer la guitarra, el instrumento favorito de José Batres Montúfar, que tuvo tan buenos ejemples durante los años de 40 á 60 del siglo pasado, y con la cual comenzaría acompañándose las canciones de nuestros antiguos poetas, para concluir por dar vida y vibraciones, con el difícil instrumento, a sus propios versos.
De aquella época es la Serenata suya que comienza:
Despierta, mujer hermosa,
Candorosa
Como el ángel del pudor;
Que al pie de tu celosía
Te espera ¡oh sí! vida mía,
Tu ferviente adorador.
Despierta, dulce señora,
Que la aurora
En oriente va a lucir:
Despierta que ya las flores
Exhalando mil olores
Van sus cálices a abrir.
Despierta que ya el canoro,
Alado coro
Canta ledo en el vergel;
Deja, pues, querido dueño,
La paz de tu blando sueño,
Sal a tu reja, cimbel.
Si tus virginales sueños
Halagüeños,
Interrumpen mi cantar,
Perdóname porque ansioso
Deseo tu rostro hermoso
Con deleite contemplar.
Por allá por los años del 54 al 55, llegó a Guatemala un poeta español, que ya había recorrido la América del Sur y dejado huella de su paso en el Perú. Ese fue don Fernando Velarde, romántico de grande inspiración y aquilinos vuelos, que, en el Perú, tierra fecunda y bien preparada, hizo escuela, tal y tan notable, como la describe y la comenta Ricardo Palma, en su Bohemia. Velarde residió en Guatemala, por más de seis años, si no estamos equivocados, abrió en la Antigua un colegio y escribió para sus alumnos más distinguidos los jóvenes don Fernando Cruz, don José Arzú Batres y don Eugenio López, un tratadito de Retórica que fue de los primeros que se leyeron en Guatemala, pues el que escribiera don Manuel Valero, antes del año 82, no cuenta y apenas se conserva como un recuerdo bibliográfico.
Velarde también dio a luz en el Museo Guatemalteco, algunas de sus composiciones que estando tan de acuerdo con el gusto reinante en las letras por entonces, fueron muy aplaudidas y le valieron imitadores, entre los que se distinguieron el mismo señor González Campo, y las hermanas doña Jesús y doña Vicenta Laparra, que honraron al maestro y adquirieron personalidad propia.
De aquella época datan las composiciones más sentidas del poeta guatemalteco de que tratamos, de las cuales se publicaron algunas en la Galería Poética Centro-Americana; entre ellas son notables la composición “A mi hijo,” cuyas primeras estrofas dicen:
Duermes tranquilo en los maternos brazos
Y al contemplarte, cándida criatura,
Una inefable vívida dulzura,
Siente mi corazón.
Apenas hoy la aurora de la vida
Se refleja en tu plácido semblante
Inspirándole a mi alma enternecida
No amor, adoración.
Su oda “A la Esperanza” es digna de leerse, pues contiene estrofas de un gusto exquisito que revelan la apacibilidad del alma de aquel poeta, que, si conoció la pasión, jamás sintió en su pecho ni el torcedor de la duda, ni la amarga hiel de la desesperación. Los primeros cinco sextetos de ella dicen:
Grata ilusión del alma
Que sueños virginales atesora,
Y brillas en la calma
De nuestra dulce aurora
Con tu pompa y belleza encantadora.
Por ti, cara Esperanza,
Aquel que agobia la desgracia impía
Algún consuelo alcanza:
Tú inspiras alegría
Al que gime en prisión lóbrega y fría.
Tras un prisma brillante
Al hombre enseñas peregrinas flores
Y le muestras distante,
Edenes seductores,
Sin abrojos, sin penas, sin dolores.
Y cuando llegue el día
En que descubra que faltan bienes
Soñó su fantasía,
Tocando tú, las sienes,
Del mortal infeliz, aún le sostienes.
Tú para el desgraciado
Eres cual madre fiel, que se enardece
Velando al hijo amado,
Que en sus brazos le mece
Y con blandas canciones le adormece.
También cantó sus amores; y en Recuerdos A…. para cuya composición tomó por mote la estrofa de Larra:
“¡Ay infeliz del que creyó que amado
Sería de una mujer eternamente!”
Lloró cantando:
“¡Del grato amor primero ¡oh tiernas emociones
Delirios misteriosos del alma virginal!
Más tantas esperanzas y tantas ilusiones
¡Que sean engañosas fantásticas visiones
Que cruzan como el agua sonora del raudal …”
Y tú, dime, ¿te acuerdas del tiempo en que sentían
Nuestras cándidas almas, tan purísimo afán?
¡De aquellas dulces horas que plácidas corrían,
De cuando nuestros pechos henchidos se veían
De goces que pasaron, que nunca tornarán?
¿Te acuerdas cuando dijo mi conmovido acento:
“Yo te amo, Laura hermosa, jamás te olvidaré?….”
A mí no se me borra, no olvidó ni un momento
Que allá en el corazón perennemente siento,
Tu voz que me repite: “¡lo mismo te amaré!.”
¡Ay! dime ¡oh sí! ¿tu pecho alguna vez palpita
Evocando ese tiempo que rápido pasó?
¡Conservas en la mente tan tierna historia escrita,
Y al recordarla tu alma doliente no se agita
Y lánguida suspiras como suspiro yo!
Este género de composiciones que un ilustre poeta llamaba suspirillos románticos, estuvieron muy de moda en el tiempo en que González Campo escribió la composición á que aludimos, que consta de veintiuna estancias de igual sabor. Revelan dichos versos toda una época, muy distinta de la nuestra, en que las lágrimas si algunas tenemos que derramar, las llevamos ocultas en el seno de nuestro corazón, y si amamos, no lo hacemos de aquel modo tanto escénico y dolorido como lo hacían los bardos de aquella generación, sin tener reparo en dar a luz sus dolores, sino que se da recóndito el secreto, y se sufre o se goza teniendo por convicción de nuestra pasión el pecho mismo a cuyo santuario se relega la llama devoradora.
Del género de esas composiciones hay otras del mismo autor, como la Oda al Sol que recuerda a Zorilla, Conserva tu candidez, El Ruego y las Lágrimas.
Pero la más notable entre todas ellas, es la dedicada a la memoria del Lic. Don Manuel Diéguez, de quien toma por lema:
“Por no llorar la muerte del poeta
Voy a cantar su malhadada historia.”
Y la canta admirablemente, en octavas que, al derramarlas como flores sobre la tumba del bardo guatemalteco, no sabía que iba tejiendo con ellas, corona inmarcesible para su propia frente. Sentimos no copiarlas todas por ser larga la composición, y aún nos queda mucho que decir sobre el finado, cuya muerte hoy deploramos.
Vayan como nuestras las siguientes octavas:
Duerme, bardo infeliz, duerme en la tumba;
¡ay! Vale más su sempiterna calma,
Que arrastrar la existencia cuando el alma
Bajo el peso se abate del dolor.
Sí, vale más, infortunado bardo,
El silencio del féretro, profundo,
Que ver en torno indiferente al mundo
Desdeñando los ecos del cantor.
Y ¿qué halago la vida te ofreciera
En un tiempo de infando despotismo?
La miseria, el desprecio, el ostracismo
Y el horror de una fétida opresión.
Por eso el sinsabor y la tristeza,
Sollozan en las cuerdas de tu lira,
Y en sus notas dulcísimas respira
El eco de tu amarga inspiración.
Al escuchar tus melodiosos cantos
Tan llenos de ternura y sentimiento,
Yo comprendí el roedor tormento
Que tu pecho debía lacerar.
Y te miré luchar hasta la muerte
Con tu destino ruin, pobre poeta,
Como el herido fatigado atleta
Combate moribundo hasta espirar.
Bello es vivir cuando a la mente halagan
Sueños de amor, de gloria y de ventura
Y los perfuman la fragancia pura
De la mística flor de la ilusión.
También el señor González Campo abordó el género ligero y satírico.
Entre sus versos que se han hecho populares en todo Centro-América, y que aún se cantan con acompañamiento de guitarra, están aquellos:
¿Por qué naciste, nacarada rosa,
Do no te cercan nardos ni claveles?
Como epigramático, género tan poco cultivado entre nosotros, nos deja algunos, de las que copiamos los dos siguientes:
Preguntole á un Magistrado
El jurista don Beltrán
—¿Qué opina de mis libelos
El Supremo Tribunal?
Y respondióle: —que tienen
Una anchura regular,
Longitud muy excesiva
Y escasa profundidad.
De las rentas nacionales
Que ha recaudado Francisco
Para su bolsa y el Fisco
Cobra por partes iguales.
—¡Qué proceder tan innoble
De recaudador de rentas!
—No sé; mas según sus cuentas
Esa es la partida doble.
Poco espacio nos queda, sino es para consignar los nombres de sus poesías festivas y los de sus fábulas, entre las que se distinguen “Quiero escribir,” “Nada tengo yo con eso,” “Lo que no hay en Guatemala,” “Percances de la pobreza,” “Cosas del destino,” y sus fábulas: “El Lobo y las Ovejas,” “Cambio de Dinastía” y “Los Perros.”
Estudiado el poeta, vamos a ocuparnos ahora del hombre y de su vida pública, teniendo la pena de no decir todo lo que de él quisiéramos y merece conocerse, porque el tiempo nos apremia y no es posible a vuela pluma, con la fatiga del día y el pesar que agobia nuestro corazón, el recordar de momento todo cuanto fue y valió nuestro respetado amigo.
Conocimos al señor González Campo, siendo nosotros estudiantes de la Universidad de San Carlos, allá por el año de 69, en que después de algunos años de ausencia de la capital había vuelto a ella, y servía, si no estamos equivocados, el cargo de Escribano del Consulado de Comercio. Se había recibido de Notario en el año 61.
Traemos a la memoria aquel recuerdo, porque siendo como éramos entonces aún muy jóvenes, no podemos menos de evocar el recuerdo de curiosidad con que contemplábamos en las ventanas de aquel tribunal, que confrontaba con la Universidad, a las que solía asomarse aquel hombre, que tenía para nosotros los prestigios del saber.
La revolución del 71 lo encontró en la edad viril y fue uno de sus entusiastas y cantores, aunque su temperamento de poeta y cierto recogimiento modesto que lo distinguía, no le permitieron tomar parte activa en aquel movimiento regenerador.
Fundó por aquella época, junto con los señores don Marco Aurelio Soto, don Ramón Rosa y don Manuel Lemus, El Centro Americano, periódico de propaganda liberal y de doctrina, que dio gran éxito a sus redactores y se conserva entre los más estimados de la época.
Fue individuo de la Junta Patriótica; diputado a varias Asambleas Legislativas y miembro de las sociedades científico-literarias, “El Porvenir,” “ El Ateneo Centro Americano,” “La Academia” y la “Sociedad de Artesanos de Guatemala.” Colaboró también en el periódico “El General Barrios,” junto con los señores don Fernando Cruz, don Valero Pujol, don M. A. Urrutia y don Francisco Lainfiesta; tomó parte en las fiestas del centenario de Simón Bolívar en el año de 83, y fue autor de la letra de un himno que le valió muchos elogios.
Durante varios años sirvió el cargo de Decano de la Facultad de Derecho y Notariado, de esta ciudad, en el que prestó servicios muy importantes, debiéndose a él la conclusión del edificio en donde hoy se encuentra instalada la Biblioteca Hispano-Americana y el Archivo de la antigua Universidad. Fue Consejero de Estado, varias veces Vice-Presidente de la Asamblea, y no hace mucho tiempo, Presidente de la Comisión Permanente de la misma.
Era individuo de la “Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística,” y del “Instituto de Ordem dos Advogados Brasileiros,” y de otras sociedades científicas y literarias del exterior.
Muchos y muy merecidos elogios se han escrito sobre sus obras literarias, que aquí sería largo enumerar.
Basta tan sólo, como una curiosidad histórica de mucho valor, una carta particular hacía en el año de 1859 el poeta don Manuel Diéguez, y que dice:
“Las he leído con singular interés, por dos veces, y tanto en la primera, como en la segunda lectura, he quedado encantado de su mérito. No ciertamente, porque yo le califique, pues estoy muy distante de tener para ello capacidades: es que las poesías me han gustado mucho: doy un voto de gusto y no de calificación.”
En cuento lo que valía como hombre aquel distinguido ciudadano que ha tenido el público al saber su fallecimiento; basta con decir que, tanto el día de ayer, como el de hoy, la casa mortuoria se ha visto inundada de visitantes y admiradores, y sus restos adornados con profusión de coronas y otras ofrendas de la amistad.
El Gobierno de la República, justo apreciador del mérito de nuestro distinguido compatriota, mandó desde ayer mismo, una comisión, compuesta por el Jefe Político, Coronel don Enrique Arís y los licenciados don Vicente Sáenz y don Fernando Aragón Dardón, para dar el pésame a la familia, disponiendo, además, que los gastos de inhumación se hagan por cuenta del Erario, en justo reconocimiento a sus servicios.
Una palabra final: el señor González Campo, muy pocos días antes de su fallecimiento, nos hizo el alto honor, por medio de su familia, de encargarnos de sus papeles privados y de sus composiciones, tanto las publicadas como las inéditas, en concepto de depositarlas, consagrándonos un recuerdo bondadoso en su lecho de muerte. Nosotros, orgullosos verdaderamente y agradecidos de aquel recuerdo, conservaremos el venerable depósito con todo el cariño y admiración que tuvimos, por quien en vida fue nuestro amigo, y que, desde hoy, constituirá una de las memorias más respetables entre los hombres notables a quienes nos ha tocado en suerte tratar.
¡Paz a sus restos!
Ramón A. Salazar.


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